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Los gordos vinieron usando la misma mecánica de siempre: sin avisar. No reconocimos la camioneta enorme cuando pasamos con el auto por la puerta de la casa de los abuelos, pero empezamos a sospechar cuando mamá reparó en la calcomanía pegada en la luneta "Sociedad de tiro de Trenque Lauquen". Eran ellos, camuflados en un nuevo modelo. Cada vez que aparecen su automóvil parece haber sufrido las mismas mutaciones que sus cuerpos, se agiganta. Le digo a papá que acelere, que nos hagamos los giles como si no supiéramos que habían llegado al pueblo.
Cuando vienen los gordos entramos todos en una especie de comedia argentina que amenaza convertirse en catástrofe. La mecánica es la siguiente: los gordos llegan de improvisto, con medio lechón muerto en el baúl. Nosotros nos enteramos cuando pasamos por lo de la abuela para sacar a pasear al abuelo que está como siempre en su sillón, desconectado. La abuela oculta información, eso le encanta. A ellos los odia pero los trata bien, a nosotros ni nos mira. El gordo saca cervezas de la heladera y se apropia de la pantalla. Su enormidad nos hace de barrera para mirar el partido. Su mujer, se instala en la cocina, y desparrama pastelitos aceitosos. Los va engullendo de a uno generando un desprendimiento de migas filosas que empiezan a amontonarse en su busto inmenso. Papá nos obliga a traerlos a casa. Entonces empieza la pelea por el almuerzo: mamá recuerda toda la vajilla que ya no está, a Vanina y a mí nos toca correr bajo su mandato, levantarnos temprano para poner la mesa, cortar las flores para el bouquet del centro, conseguir cuantiosas cantidades de comida.
Esta vez no queremos ver a los gordos. Siempre vienen con algún plan molesto: primero quisieron comprar la yegua, después vinieron a reclamar una parte de la repartición de una antigua herencia, hace dos años se quedaron con el departamento de la abuela en Santa Teresita. Los gordos se entromenten en los negocios familiares como si hubieran sido comisionados por una fuerza divina. Tienen una fijación con lo nuestro. Esta vez no queremos ver a los gordos. "Los odio" me dijo una vez Vanina mientras enmantecaba el molde para la torta matera.
Le digo a papá que acelere, que nos hagamos los giles, como si no nos hubiéramos dado cuenta de que están en el pueblo. Es casi imposible no saber que están, son pocas cuadras y uno se entera las noticias por ósmosis. Papá me mira por el espejo del medio y me reta "Lorena, son nuestra familia". Me bajo del lado de la calle para molestar y cierro la puerta de atrás con rabia.
A la gorda le encanta pellizcar. Me saluda y me agarra los cachetes y me tira de las trenzas. Me quiere dar de comer cosas asquerosas que saca de una canasta que parece no tener fondo. Alfajorcitos de maicena resecos, flanes chirlos, facturas oreadas. Todos se deshacen en adulaciones, que qué bien que cocinás, Mirta, que el rogel fue siempre tu especialidad, que siempre le digo a José que nadie amasa como vos. Qué falsa que es la abuela. Muchas veces me dijo que los odiaba, que le daba rabia porque como ahora tienen plata se creen los dueños de todo.
Antes no era así: ellos venían sin nada, prácticamente a comer. Venían a dedo desde Trenque Lauquen y ahí sí que nos respetaban, se comían lo que hacía mamá y no dejaban ni los huesos. Después las cosas les empezaron a salir bien: que la crianza de los pollos les estaba rindiendo más de lo que creían, que habían vendido dos caballos, que hicieron un buen negocio con la chata vieja.
Yo nunca les creí. Menos después de que el gordo me mostrara lo que llevaba adentro de la valijita. Yo nunca había visto un arma y sólo entendí lo que era cuando la terminó de desenvolver y la sostuvo entre las manos. "Tocala", me dijo y yo casi me hago pis encima. Tenía siete años y me juré que nunca más iba a volver a mirar una pistola. Pero algo me decía que entre ese florecimiento económico y la valijita había alguna clase de conexión secreta. No se lo dije a nadie.
Esta vez los gordos están silenciosos, apenas saludan. El abuelo en el sillón tiene la mirada perdida, aún más que de costumbre, parece estar siguiendo con la vista esa histórica carrera de caballos donde su yegua siempre gana. El abuelo no está. Los gordos en el living empuñan con sus manazas las tacitas de café de porcelana que saca la abuela las dos veces al año que tiene visitas. Las dos veces al año que caen los gordos.
El aire es grave, estamos los cuatro parados en el marco de la puerta, como interviniendo una reunión a la que no hemos sido invitados. Una reunión de negocios. Papá y mamá tardan un poco en reponerse. Algo pasa.
La abuela levanta la cabeza y nos mira con una mezcla de desidia y crueldad. Sonríe, asesina:
- Los tíos vinieron a comprarnos la casa.
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